Lunes, 06 Noviembre 2017 21:30

Noviembre y el pan de muerto

Mi primer recuerdo, entre sueños,  son las imágenes que recojo, no de mi niñez, me parece que aun permanezco en el vientre de mi madre Gabina Alconedo; no me veo, pero seguro estoy que es la panadería de mi padre Victorino Hernando, cuando la tenía en la calle Reforma en casa de don Carmelo Tapia. Ahí, en esta calle, pasando el Puente de las Flores, hasta la barranca que viene de los zapotes, estuvo la casa de mi tía Sofía, hermana de mi padre. Mi familia vivía en el centro, en casa de Lupita Domínguez, y es en esta vivienda donde mi madre parió al xocochote de la familia.

Los Hernando son familias de panaderos, mi niñez fue, con olor a pan siempre. Como añoro esos años. Mis papás y siete hermanos, todos ayudando en las labores de la panadería. Fueron los mayores, Juan, Ángel y Miguel, en los que se apoyaba mi padre. Mi madre, siempre atenta para que estuvieran puntuales en la panadería a la hora de  hornear; latas de pan, una tras otra salían del horno, pan muy bien ordenado, colocado en tablones. Parece mentira, pero cada vez que mi padre sacaba una lata del horno, el olor que desprendía cambiaba: picones, reinas, molletes, sobados, reventadas, cuernos; sin olvidar el olor de las conchas, de las coloradas, torcantes y bolillos. Olores únicos, del horno al mostrador. En realidad, en lo que se convertía la panadería, era un mosaico de sabores. Era el pan de Chiautla.

La panadería estuvo un tiempo en el Barrio de San Miguel, cerca de la barranca, frente a una longeva Parota, árbol que tenía un follaje extenso y exuberante, grandes ramas que en las tardes producía una sombra que se extendía hasta la calle, pero que de noche, esa sombra, oscurecía su entorno, convirtiendo dicho lugar, en un espacio tenebroso. A la vuelta existía un huerto, que en aquellos tiempos era del coronel zapatista Gonzalo Carrillo Cerón. En tiempo de mangos o de ciruelas, recuerdo que cuando me veía pasar, me llamaba, para recogerle los frutos que de maduros caían en buena cantidad, y como recompensa, este viejo zapatista, me daba mi dotación que se la llevaba a mi madre con mucha alegría.

Así, la llegada de las ofrendas y el inicio del mes de noviembre, era muy esperado no solo por mi padre, lo era para todos los panaderos de Chiautla. Seguramente la mejor temporada, la elaboración del pan de muerto, la llegada de Todos Santos. La panadería chiauteca de los días normales, desaparecía, para dar lugar al pan de esta esperada  fecha: los muertitos, el pan blanco y rosquetes. Cada panadería se esforzaba en producir éste pan, dándole un toque especial, que por su sabor y su presentación ha deleitado a generaciones de chiautecos hasta nuestros días.

Día de fiesta. Calles con aroma de flor de cempasúchil –flor de muerto-; hogares que abren sus puertas de madera de par en par para mostrar el altar construido a sus fieles difuntos, que son recordados. Altares de ofrendas con exquisitos guisos que en vida el familiar gustaba; velas que custodian y alumbran ese breve espacio reservado a las almas que nos visitan. Por esta ocasión la familia se siente completa. Luego para antes del amanecer, acudiremos a prender ceras sobre los sepulcros del ser querido; depositaremos un ramo de flores, una breve oración y acaso, discretamente una lagrima guardada.

Recuerdo aún aquella vieja plaza, superficie de tepetate, cubierta de manteados con lazos sujetos a troncos; serie de puestos donde las amas de casa van cada mañana a llenar su canasta de legumbres, carne y pan: plaza instalada frente del zócalo hacia la parte norte, dejando libre los espacios que tienen como frente lo que era la escuela secundaria Mariano Antonio Tapia y la escuela primaria Leona Vicario. Todos los domingos, convertida en una auténtica romería con la llegada de gente de las rancherías. La misa de medio día, siempre concurrida y, cuando las campanas de la parroquia de San Agustín anuncian media misa, los pochtecas y clientela, todos guardan silencio, otros, postrados de rodillas, esperan el ultimo toque de campana, después, la vendimia continua. Y la plaza recobra su vida. Así fueron aquellos tiempos.

*Miembro fundador de Alianza Ciudadana Mixteca de Chiautla de Tapia, A.C.

Publicado en CULTURA
Martes, 25 Octubre 2016 18:25

Pan de muerto, una tradición muy mexicana

En México festejar a los muertos es parte fundamental de la vida. Los indígenas dedicaban todo el mes de agosto para lo que hoy son las festividades de los últimos días de octubre y principios de noviembre. El entendimiento indígena de la muerte y el concepto religioso judeocristiano sobre ella se fusionaron en un altar de muertos que la UNESCO ha catalogado como Patrimonio de la Humanidad.

El altar de muertos está basado en la idea indígena que la muerte no es más que una manifestación de la vida. No es una falta, ni ausencia, ni desaparición de alguien. La muerte es simplemente una nueva etapa en la existencia de esa persona. Por eso es tan lógico poner un altar para muertos que pueden venir a verlo, olerlo, comerlo, beberlo y escucharlo. Es un altar para muertos muy vivos que han pedido permiso para regresar con sus familias a mostrar que la muerte no es ningún fin, sino que la existencia es infinita.

La conquista introdujo el concepto de infierno y el terror a la muerte por miedo al castigo eterno basado en nuestros pecados en vida. Ambas posturas generaron un sincretismo en las festividades de los Fieles Difuntos, las cuales se iniciaron para venerar a los santos europeos y asiáticos que llegaron al Puerto de Veracruz y fueron transportados a distintas iglesias. Ahí la conmemoración incluyó flores, procesiones, reliquias de pan de azúcar (antecesoras de las calaveras de azúcar) y el pan de muerto.

Este pan fue agregado de una manera sumamente natural por los religiosos europeos porque el pan es la representación de la eucaristía: la consagración del pan y el vino para recordar la muerte y resurrección de cristo. Por lo anterior el mito que explica el pan de muerto como representante de los sacrificios humanos que realizaban los indígenas, no se sostiene.

Otro punto a tomar en cuenta es que el pan de muerto es un pan de trigo y en la América precolombina el grano por excelencia era el maíz. Por otro lado la fácil aceptación del pan de muerto (de comerse al muerto) en esta nueva sociedad colonial indígena-española, si pudiera tener orígenes en lo común de los sacrificios humanos de los indígenas, entremezclado con el rito de la comunión por lo que representa la ostia (el cuerpo de cristo) de la sociedad española.

El pan de muerto tiene distintas variantes, uno en forma de calavera, otro en forma de domo, que tiene una bola a lo alto que representa el cráneo con cuatro huesos que pidieran representar los cuatro elementos (tierra, fuego, aire, agua, que dejaron los muertos) o los

cuatro puntos cardinales, esenciales para el retorno de los muertos a casa. También se encuentran panes de muerto en forma de animales, vegetales o seres fantásticos. Sus ingredientes son harina, levadura, azúcar, sal, huevos, mantequilla, manteca vegetal, agua de azahar, olor que recuerda a los muertos.

El altar de muertos puede ser sencillo con dos niveles que representan el cielo y la tierra, con tres al cual se le añade el purgatorio o el altar con siete niveles que representan los pasos necesarios para llegar al cielo y descansar en paz. En el cuarto nivel se coloca el pan que alimenta las ánimas que llegan, en el quinto nivel está la comida preferida de los difuntos, sólo como algo placentero, la nutrición y la energía la toman del pan.

Comer pan de muerto con o sin altar durante octubre y noviembre es una tradición que nadie rompe, es una manera de honrar a los muertos, recordarlos e integrarlos a la vida diaria.

(*) Marilú Acosta (1976, México D.F.), cuenta con un Doctorado en Literatura Moderna (U. Iberoamericana, México), una Maestría en Salud Pública y Promoción de la Salud (U. Henri Poincaré, Francia) y dos licenciaturas: una en Medicina (U. Anáhuac, México) y la otra en Literatura Latinoamericana (U. Iberoamericana, México).

Divide su vida profesional entre la docencia (U. Westhill, México), la creación de estrategias de Promoción de la Salud, la coordinación internacional ante emergencias sanitarias y la escritura. Además, es guionista de Canela, película mexicana invitada por curaduría al Festival de Cine de Berlín 2012, ganadora del premio del jurado a la mejor película en el Festival de Cine Infantil de Toronto 2013.

Publicado en NIÑOS

Es uno de los componentes más importante de las ofrendas dedicadas a los difuntos

Junto con la flor de cempasúchil,  el “pan de muerto” es uno de los componentes más importantes de las ofrendas dedicadas a los Fieles Difuntos, en los días 1 y 2 de noviembre.

El origen de este alimento se remonta, en México, a la época de la Conquista, inspirado por rituales prehispánicos, con los sacrificios humanos, opinan diversos historiadores.

En comunidades especialmente del centro y sur del país, se conserva un gusto particular  por ese pan de fiesta o pan dedicado a los difuntos que, de acuerdo a creencias ancestrales que no se han perdido, regresan a  encontrarse con sus familias el 31 de octubre, 1 y 2 de noviembre, en los “Dias de muertos”.

La historia  del pan de muerto, según unos cronistas, es una leyenda de azúcar y sangre al recordar los sacrificios humanos que se practicaban desde  1519, a la llegada de los españoles a la entonces Nueva España, ahora México.

La tradición oral cuenta que un ritual entre los mexicas hasta antes de la conquista, era que una princesa fuera  ofrecida a los dioses. Su corazón aun  latiendo se introducía en una olla con amaranto y después quien encabezaba el rito mordía el corazón en señal de agradecimiento a un dios.

Los conquistadores rechazaron ese tipo de sacrificios y elaboraban un pan de trigo en forma de corazón bañado en azúcar pintada de rojo, para simular la sangre de la doncella.

Otros historiadores revelan que el nacimiento de ese pan de muerto se basa en un rito que hacían los primeros pobladores de Mesoamérica, a los muertos  que enterraban con sus pertenencias.

El libro titulado "De Nuestras Tradiciones"  narra la elaboración de un pan compuesto por semillas de amaranto molidas y tostadas, mezclado con la sangre de los sacrificios que se ofrecían en honor a Izcoxauhqui, Cuetzaltzin o Huehuetéotl.

También hacían un ídolo de Huitzilopochtli de "alegría", al que después encajaban un pico y, a manera de sacrificio, le sacaban el corazón en forma simbólica , pues el pan de amaranto era el corazón del  ídolo. Luego se repartían entre el pueblo algunos pedazos del pan para compartir la divinidad.

En la actualidad se cree que de allí surgió el pan de muerto, el cual se fue modificando de diversas maneras hasta llamarle ahora hojaldra. Y un significado más que tiene, es  el círculo que se encuentra en la parte superior del mismo, que  es el cráneo, las canillas son los huesos y el sabor a azahar es por el recuerdo a los ya fallecidos.

De esta forma la celebración de los difuntos se convierte  en un banquete mortuorio dominado por alimentos y flores de color amarillo, el color de la muerte para las culturas prehispánicas, como el cempasúchil, los clemoles, las naranjas, las guayabas, los plátanos, la calabaza y el pan característico de la ocasión.

Publicado en NACIONAL