“El Zodiaco Mariano”

Miércoles, 19 Octubre 2022 08:57 Escrito por Atilio Alberto Peralta Merino

Mariano Fernández de Echeverría y Veytia remite en su “Historia de la Fundación de la Ciudad de los Ángeles” a otro libro que constituye en sí mismo un arcano, un enigma, un acertijo: “El Zodiaco Mariano” obra póstuma escrita en 1690 por Francisco de Florencia y añadida por Juan Antonio de Oviedo en 1775.

La referencia de Fernández de Echeverría y Veytia  , alude a una obra en la que se describen las diversas advocaciones a la virgen que pueden encontrarse en los santuarios de la ciudad, así como a las historias que les acompañan; en la “Historia de la Fundación”, se hace particular énfasis en la relativa a la imagen conocida como “Virgen de la defensa”, que, acompañó a los colonizadores de la California, territorio bautizado en su expedición  por Hernán Cortés, dado que las mujeres nativas, dignas “amazonas guerreras”,  la hicieron recordar a la Reina Califa referida en los relatos de Amadís de Gaula.

Al retornar la imagen a la Ciudad de los Ángeles, emprendió un segundo peregrinar  y fue trasladada a Lima desde donde acompañó a las huestes de Alonso de Ercila y Zúñiga a  “La Araucana”, o sea, a  la guerra de conquista de la nación mapuche en Chile.

“La Araucana”, baste recordar, es una de las obras expurgadas por “el ama y la sobrina de Alonso Quijano” tras el retorno del primero de sus viajes del “caballero de la triste figura”, y  a cuya lectura, entre otras como la que asimismo concierne a diversas versiones del “Amadís de Gaula”, “el cura y el barbero” adjudicaron el trastorno psíquico del noble hidalgo.

A la cruenta  aventura de despojar a las mapuches de su tierra y destino, proveniente de la Nueva España se sumaría a la imagen de “La Virgen de la defensa” Catalina de Erauso, “La Monja Alférez”, cuya historia fue magistralmente llevada al cine con la actuación de María Félix, ocasión en la que “la diva” declamaría los formidables diálogos que en la ocasión escribiera el poeta Xavier Villaurrutia.

La existencia de un libro como “El Zodiaco Mariano” sugiere que, más allá del inventario de imágenes, existe una vocación adivinatoria, en la que, las referidas advocaciones se vincularían a las constelaciones astrales, práctica de origen caldea que ambiguamente fuera proscrita por la Iglesia.

En relación a los pueblos nativos, en la parte final del libro décimo de la “Monarquía Indiana” , Juan de Torquemada, el “Servio Tulio” mexicano, como lo calificara Lucas Alamán, tras referir la historia de las artes adivinatorias, se aboca a describir  y a condenar el equivalente en torno a los signos del “conejo, la caña, caimán, casa, flor, serpiente, ciervo, jaguar, caña, águila, mono, pedernal y perro”.

Desde los tiempos de Alfonso X “el sabio”, no obstante, se estableció una peculiar distinción, que consigna por su parte también en relación a las antigüedades mexicanas Fray Bernardino de Sahagún en su “Historia General de las Cosas de la Nueva España” entre la astrología “judiciaria” y la “adivinatoria”.

La Iglesia y la Inquisición proscribieron siempre la denominada “astrología adivinatoria”, no obstante, la llamada “judiciaria” , aun cuando se refería a la observación de los astros , jamás se vio constreñida a estudios propios del observatorio del Instituto de Astrofísica, sino que incursionaba en el destino de los hombres conforme a su fecha de nacimiento y el día en que se realizaba la consulta.

En conclusión, todo parece indicar que las artes adivinatorias eran condenadas o solventadas con el mote de “judiciarias” según fuese conveniente a las esferas del poder.

Los diversos cultos marianos por lo demás, sincréticos ya en el mundo mediterráneo en el que se fundieron con la devoción a la diosa “Isis” que lo refiero Apuleyo en “El Asno de Oro”, quedarían a su vez amalgamados en nuestras latitudes con las divinidades ancestrales del lugar, tal y como al efecto se manifiesta en la devoción guadalupana.

Dado el silencio histórico que cubre al libro póstumo de Francisco de Florencia, así como a su añadido por parte de Juan Antonio de Oviedo, estamos ante una obra envuelta en la ambigüedad con la que la ortodoxia de la Iglesia prohibía y propiciaba a conveniencia y  según las circunstancias,  el escudriñamiento en  los arcanos del mundo.

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