Domingo, 01 Marzo 2020 16:51

La expropiación de la dignidad

Mario Benedetti describió como nadie el drama humano de ser un mendigo. Lo hizo de forma descarnada pero, también, poética.

Abrir la mano no es el problema en la vida, alertó. El problema es poder, alguna vez, volver a cerrarla.

Los estados autoritarios basan su permanencia en la peor forma de destrucción: la de la dignidad de las personas.

Saben, en su populismo, que regalar dinero no sólo no resuelve la pobreza, hace algo peor: genera una dependencia. Quizá por ello decía García Márquez que la peor adicción es al dinero fácil.

Recibir sin esforzarse, sin devengarlo, implica un contrato de adhesión. Ingreso a cambio de lo que digas. Me guste o no.

Tales regímenes sobreviven no a fuerza de porvenir sino a golpe de escasez. No importa desbaratar todo el resto del sistema económico porque importa sólo la lógica de la permanencia en el poder que descansa en la necesidad de que la gente vaya perdiendo su independencia, su criterio, sus valores.

La dignidad implica un sentimiento de valía, de autoestima, de decoro.

Eso es lo que extirpa el clientelismo. Se exacerba la necesidad hasta que la dependencia es absoluta y no la alivia ni el pudor, ni la ética, ni la moral.

El socialismo cubano infligió una herida profunda en la economía nacional en los primeros años de la revolución. Guevara inventó los incentivos morales para sustituir el ingreso. Pronto vino la tarjeta de racionamiento. Posteriormente, la confiscación de toda la propiedad privada. Todo era del estado: tu cosecha, tu casa. Tu ganado era, es, del gobierno: puedes tomar algo de la leche de una vaca, pero no su carne. Eso se pena con cárcel.

De manera similar, el bolivarismo chavista distribuía premios económicos a cambio de denuncias y control social. Utilizó una estructura vecinal, probada ya en Europa del este y en los Comités de Defensa de la Revolución Cubana. Tu vecino, tus vecinos, te vigilan. Si reportas recibes estímulos. Que te vaya bien conlleva un costo: el encierro del otro.

Así, la estructura de convivencia más inmediata cede. Todos pueden denunciar porque su supervivencia depende de ello. Los viejos lazos se rompen. Las lealtades se fracturan. La devastación no comienza en la acera, sino en el hogar mismo: hijos denunciando padres. Esposos. Hermanos.

A las personas se les arranca la piel de la educación, la solidaridad, los valores. Todo es válido porque es la supervivencia lo que cuenta. Y en la supervivencia, sabemos, la bestia que todos llevamos dentro aflora: ya sin los remilgos de considerandos morales o de un vago recuerdo de humanidad perviven.

Esta nueva masa no pierde su identidad: solo su personalidad. Se vuelve parte de un conglomerado que vive del estado, por el estado y para el estado. Lo que lo distingue no es la diversidad, sino la uniformidad: de argumentos, de pensamiento, de rabia. De necesidad.

La división que se genera desde la propaganda del poder hace que la masa se confronte con otros segmentos de la sociedad y que se radicalice: requiere de que su líder permanezca en el poder para no perderlo todo.

Pero el modelo tiene un doble problema.

Primero: el dinero siempre se acaba. A la URSS se le agotó con el empuje armamentista de Reagan. A Cuba se le acabó cuando cayó la URSS. Pero le llegó Chávez. A Maduro se le terminó cuando bajó el petróleo. En el transcurso, se desangra el talento: millones de personas huyendo, normalmente las más capaces.

Segundo: tras la quiebra moral viene la quiebra física. La Unión Soviética explotó en 15 nuevas repúblicas. Yugoslavia en 6. Checoslovaquia en dos. Solo Alemania se reunificó. Pero el drama es mayúsculo y nos alerta: los países desaparecen.

El proceso de degradación de la convivencia se repite en diferentes modalidades. ¿Cómo inicia? Con ingenuidad. Las sociedades piensan que aquello que les pasó a otros jamás les pasará a ellos.

Pero sí.

Porque alerta Benedetti: ya pordiosero/poquito a poco abres la mano/y nunca más/puedes cerrarla.
  
Twitter | @fvazquezrig

Publicado en COLUMNAS

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