¡Extraordinario! ¡Majestuoso! ¡Espectacular! Estos son apenas 3 de los maravillosos epítetos que el tradicional carnaval de Yautepec de Zaragoza, Morelos, México se ha ganado a pulso a través de siglos y siglos de  trabajo arduo y tesonero. Orgullo ancestral que queremos compartirlo contigo. Invitándote a que vengas del 2 al 6 de marzo del año en curso, a disfrutar con nosotros el famoso “brinco” (danza) del chinelo. (Tlayacapan y Tepoztlan lo empiezan, simultáneamente, el domingo anterior, 26 de febrero y culminando el martes 28.) Jornadas carnavalescas que culminarán en la postrimería del día siguiente con un carnet musical de lujo: La Sonora Santanera, Espinoza Paz, Gloria Trevi, Los pasteles verdes, Los ángeles negros  y muchos más que se escapan a la memoria. Mis hermanos me dicen que aproveche este escaparate para hacerle la más atenta  invitación a Donald Trump, presidente de Estados Unidos, para que venga desde el primer día. Seguro, “las viudas” (jóvenes bien caracterizados como mujeres que entran en acción al tercer día después del miércoles de ceniza)  lo colocarán en un estuche hecho a la medida primero, como en un trono. Lo rodearán con carteles alusivos a su persona enseguida y, posteriormente, lo traerán en hombros por las principales calles de la ciudad, dándole  el trato distinguido que se merece, baño ritual en el río incluido. Si ya hablamos de disfraces, justo es referirnos a las comparsas: Cada una se compone, primero, de avanzada. Misma que, como todo contingente que se precie de serlo, trae a la cabeza una gran cantidad de banderas de terciopelo (mientras más, mejor). Bordadas profusamente con figuras alegóricas, totalmente confeccionadas a mano y siempre anunciando el nombre de las principales comparsas, como: “La nueva Aurora”, “El capricho”, “La competidora”, “Unión y paz”, etc., correspondientes a los barrios de San Juan, Buena vista, Ixtlahuacan y Rancho nuevo. Le sigue el grupo danzante, compacto y deslumbrante de chinelos. Mismo que, antaño, era fácilmente identificable el grado que se ostentaba dentro de él por el número de plumas de avestruz que mostraba en lo alto el engalanado sombrero y que anunciaba, si se portaba una pluma, que el portador era un niño; si 2, entonces se trataba de un joven y ya 3, se trataba de un chinelo adulto. Posteriormente, aparece la banda de viento que interpretará en su recorrido los sones del chinelo y atrás, cerrando, los organizadores perdidos entre la gente que sigue, como en fiel procesión tumultuosa, a los reverenciados chinelos. Aquí se ofrece al visitante, en los descansos para comer y beber, a toda la banda por parte de los mayordomos, “autores” u organizadores; una enorme variedad de distracciones, comida típica regional incluida y bebidas espirituosas.  Con esta sencilla entrega, cerramos los primeros 6 años, ¿ojalá fueran otra clase de sexenios, verdad? Trabajo que hemos confeccionado golpe a golpe de teclado y precisamente como se elabora  un traje de chinelo: Lentejuela a lentejuela, chaquira a chaquira, puntada a puntada de la aguja de hilar que, por ser cada uno como un prototipo y hecho completamente a mano, obliga a darle el título de trabajo artesanal. Para terminar, permíteme contarte una anécdota: Hace apenas unos días, nos encontrábamos reunidos los miembros del jurado calificador del concurso de trajes de chinelo con algunos de  los artesanos que participarían cuando se me ocurrió que, como corolario del concurso, se  podrían exponer los trajes ganadores y los lauros ganados en el certamen por los siguientes 3 días, en la plaza del arte, en el centro de la ciudad y siendo custodiados, por supuesto, por el mando Morelos del estado. Me aclararon que era buena la idea. Sin embargo, que ya estaban comprometidos para la venta, no importando el lugar que obtuvieran, a coleccionistas extranjeros y que estas obras de arte se irían fuera del país no bien acabara el jolgorio. Eso me trajo a la memoria el documental  japonés que vi  hace tiempo en el que se apreciaba, claramente, en toda su esplendorosa belleza a un traje de chinelo entre una armadura medieval y un traje samurai ¡Así reconocen, fuera de esta tierra bendita, el trabajo de los artistas mexicanos! ¡No faltes, te esperamos!

Publicado en CULTURA
Viernes, 25 Noviembre 2016 22:49

Mi Caballo Blanco

¡Pegaso! ¡Rayo! ¡Centella! Él entendía con cualquiera de estos nombres con los que María, una pequeña adolescente, le llamaba. En su rancho (“alegre”, digo yo) donde el reinaba, pues era un garañón que gozaba de una estampa imponente, era el líder indiscutible de toda la manada. Con un solo chiflido también, ella lo citaba y el hermoso tordillo acudía presuroso.    Este magnífico corcel, de bella estampa, rápido como el rayo y, no obstante, de trote suave como la brisa, no golpeteaba en su caminar. Estaba bien herrado. Con unas herraduras forjadas con el mejor herrero del pueblo y hechas a la medida. No se dejó nunca montar de nadie, más que de su amada Mariquita quien lo conquistara con el mejor de los cuidados, la mejor atención, mucho amor y (me faltaba) también, comprensión.    El noble cuaco fue domesticado por una niña apenas, quien lo alimentaba dándole de comer de sus manitas, le bañaba, lo arrullaba, le cantaba – ¡Era lindo mi caballo!- -Como mi amigo más fiel- -ligerito como el rayo- ¿quién lo podrá detener? ¡Y mucho menos conquistar! Y coqueta le susurraba (yo sí, con mucho amor). Alegre siempre le daba los buenos días y todos los días también, sin faltar ninguno, le daba las buenas noches; así se convirtió en su única dueña. Su instinto de bestia salvaje lo ayudó a superar muchos peligros, ya que en la serranía, muy lejos de casa, supo cuidarse y proteger a la niña. Cuando en el camino encontraban víboras de cascabel, coralillos o “tilcuates” cerca del río, detenía su paso, relinchaba avisando del peligro y sin demora, giraba buscando otro derrotero.    En ese rancho (alegre), había toda clase de animales como en el arca de Noé. No faltaba nada, de todo se encontraba, incluso, mucho trabajo: como limpiar y reparar cada potrero o corral para cada una de las especies. Todavía se recuerda que en este lugar que les describo había 3 grandes trojes para almacenar el maíz. El “cuexcomate” más grande era para el maíz que iba al mercado, el de en medio para el consumo doméstico y el pequeño para la molienda y  el consumo de los animales del rancho. Con tiempo, se preparaban las parcelas. Tanto las de riego, como las de temporal. Y como en un rancho nada se desperdicia, los abuelitos recuerdan con nostalgia que hasta el estiércol de las vacas y los caballos, al secarse,  se embolsaba y se  llevaba a los campos y era con lo que se enriquecía la siembra -con abono orgánico (como ahora lo llaman)- a la alfalfa, el maíz, el frijol, jícama, pepinos, calabaza, zanahoria, y un gran etcétera. Antes del día en que iba a conocer a “Rayo”, mandaban a la pequeña María que llevara a pastar a la vacada al monte, entonces ella, con una reata de ixtle, lazaba a la más ancha de ancas  llamada “la naranja”, pero la chiquilla la nombró “TUMBAGA”. Primero “Vagabunda”, pero como cada rato le decía -no me tumbes vagabunda, no me tumbes vagabunda- terminó diciéndole, simplemente: Tumbaga.  La gente al verla pasar, se reía y decía: -¡Mira la güerita, en su vaca sentada y no la tumba!- Esto lo practicaba antes de que su papá le regalara su caballo blanco.    El potro, que era un cromo, no se dejó domar nunca por hombre. Los que se dedicaban a este oficio de caballerangos muchos años nunca pudieron. Como Don Julián, el mejor amansador de brutos y yeguas de toda la comarca, a quien resquebrajó aventándolo bien lejos y a quien Doña Eufrasia curó como curaban al Quijote, con árnica y agregándole de su cosecha yerbas, como la  llamada pegahueso. Primero acomodando el hueso astillado, después lavándole la herida con agua de cuachalalate, cosiéndolo y entablillándolo. Mientras, el padre de Mary ordena con voz de trueno: ¡Este animal indomable no sale del potrero! Ahí lo alimentan y dan de beber. Mientras, vemos que se hace con él. María, fuera de su costumbre, desobedeció la orden dada por Don Benjamín; un día que no estaba él en casa, porque hacía mucho calor, lo sacó a bañar al apantle. Después de peinarlo con esmero, yéndose la tarde y ella temiendo una reprimenda de su santa madre por regresar al caer la noche, lo arrimó a un bordo para alcanzarle el lomo y ponerle un freno. Formado éste con una reata sencilla de ixtle, a modo de bridón. No fue fácil, al sentir el peso de la niña el brioso caballo sentía cosquillas en el lomo, se encabritaba e incluso, llegó a pararse sobre sus cuartos traseros amenazando con tirarla. Pero, la pequeña se aferró a sus crines con todas sus fuerzas y así pasaron los días. Una vez, llega al jagüey, cercano a la casa de la familia, una recua de caballos a tomar agua y Rayo se alborota queriendo unirse a la manada ajena para aumentar su harem. Llega el papá de María y quiso detenerlo. No pudiendo hacerlo, por ser más fuerte que él y después de haber sido humillado delante de los otros rancheros al ser arrastrado por un buen tramo; Don Benja, con la ropa hecha girones, por fin logró lazar y atorar en un árbol al indómito animal, furibundo como estaba  sacó su pistola y bufando, le apuntó a la sien.    ¡No lo mates papacito! ¡No lo mates! ¡Déjamelo a mí!  Al ver en los ojos inyectados de aquel hombrón rubicundo que inspiraba respeto a propios y extraños, que  era su señor padre, la indubitable certeza de que era una locura dejar a la consentida de su corazón en manos de esa bestia, ella agregó: ¡Centella no es malo! ¡Yo ya lo he montado! ¡A mí me obedece! ¡Ya lo he amansado! ¡Regálamelo por amor de Dios, Papi! ¡Yo lo voy a cuidar bien, lo necesito mucho! Don Benjamín bajó el arma, la niña los brazos, y acercándose a él y sin dejar de parpadear le dijo más calmada: -Así ya no me voy sentada sobre la tumbaga o sobre la mariposa ¿cómo que cuál?- Más animada prosigue: -A la que le digo: “llega temprano chiquita, antes que tus compañeras ¡Para que me des leche! Pues tengo que regresar a la escuela en la tarde y así, papá, no es que me dé pena montar sobre la vaca sino que al trotar ésta; todo el itacate de leche y taco me brinca dentro de la panza. Su padre soltó la risa y le dijo: ¡Ándale pues, pero vete a darle a la tumbaga, la mariposa y las demás; su pasta de harina con ajonjolí, su alfalfa y no olvides el tequesquite para evitar que se te deshidraten mientras, yo veo como, te ensillo a Pegaso! Así vemos ahora, montada como toda una amazona a Mariquita, como cariñosamente le decían en ese pueblito enclavado en la sierra suriana donde iba todos los días a entregar la leche, los quesos, llevar el nixtamal al molino y a “hacer el mandado”, que no es otra cosa que hacer la compra que le encargaba su mamá, de los víveres necesarios para el rancho. Frente al colegio de las monjitas, en el patio de doña Pilar, le daban permiso de dejar a su flamante cabalgadura, después de aflojarle el cincho, le arrimaba una cubeta con agua fresca y le acercaba un generoso rollo de alfalfa fresca, recién cortada y que a Rayo, por supuesto le sabía, a una gruesa de ricas gladiolas. Tomada la mochila, después de cambiarse de ropa a uniforme, ponerse sus calcetas blancas y zapatillas negras, se disponía a estudiar con el ánimo resuelto de cumplir sus sueños. Su anhelo desde que ella recordara era ser profesora, aprender mucho para, a su vez, enseñarles a los niños a leer y escribir;  pues aprendió entre sus abuelas que el futuro es de quien se lo labra y que quien no vive para servir, no sirve para vivir. María era una niña muy vivaracha, soñadora, sana, alegre y le gustaba mucho cantarle a su amigo.  Sabía las que más le gustaban porque cuando lo hacía le caracoleaba con: “caballo prieto azabache, la cigarra, rancho alegre” y otras canciones más que, en este momento, se escapan a mí memoria. Cuando regresaban, camino al rancho, de repente le ordenaba: ¡Párate, no te muevas! Entonces se paraba en la cabeza de la silla de montar a cosechar los frutos que, desde luego, compartía con su amigo, bien portado, como: chirimoyas, ilamas, mangos, ciruelas, guayabas, capulines, guachocotes, cuajinicuiles y que ambos: mmh, mmmh, mmh, degustaban a placer.    Un día la joven ahora, a mitad de camino a casa y traviesa como era, quiso ver si en un nido de calandria había ya polluelos para admirarlos. Toma el nido que cuelga, entre sus manos, y ¡Chin! Que le pica un alacrán. Marucha, a sabiendas de lo que peligraba, pues muchos habían muerto por piquetes de alacrán güero, pone una plasta de barro en la picadura, rasga su blusa y amarra apretado a la altura de su muñeca, se tapa con un pañuelo la boca (que no sabe ¿para qué sirve esto? Pero así le habían enseñado en la cuadrilla) y se amarra por la cintura con su reata a la silla de su amigo. Éste, haciendo honor a su nombre, parte como lo que era, ¡un relámpago! Quien llega saltando la cerca, relinchando y coceando la puerta hasta entregar a su amiga en brazos de su madre quien, a duras penas, cambiándole barro a la picadura, lavándole el interior del estómago con una cánula, mucha ingesta de leche con ajo y  todos los demás menjurjes aprendidos de sus ancestros, alcanzó a salvarle la vida.    Este no fue el único acto heroico de Pegaso. Una vez, enferma de gravedad la mamá de María por problemas en el onceavo parto, hubo de ir a buscar, en medio de una fría noche de invierno, a un médico urgentemente. Hacía tormenta como no se había visto en siglos. Con un diluvio en puerta acompañado de truenos espeluznantes y de granizo, Rayo, como una centella partió, con Mariquita en el lomo, libraron una distancia enorme. Prácticamente volaban, cortando camino por los tecorrales llegaron a las goteras de la ciudad, donde vivía el doctor, cuando el tiempo había ¡Por fin! Escampado y, por eso, el médico se animó a venir a auxiliar a Doña Luz, quien finalmente, gracias a Centella y Maruchita, (y al galeno ¿por qué no? También) salvó la vida. Pegaso y María siguieron por muchos años como compañeros de juegos, de aventuras, haciendo cabriolas, de travesuras;  respirando el aire puro de los campos, disfrutando los montes, las cañadas, brincando zanjas y contemplando el indescriptible valle de Amilpas. Ella siempre dijo que montar un brioso corcel, sin montura, pegado a tu piel, era lo más emocionante que te puedas imaginar y que era como volar sobre las nubes. Que era lo más cercano a la sensación de libertad. Pues así, como día a día tienes que remontar el vuelo con peligro de estrellarte, también siempre tienes que luchar por ella. Cuando Rayo, el heroico, estaba más maduro, acompañaba a Doña María (título que se le daba a la señorita en edad de merecer) a la siembra, antes de contraer matrimonio, y se le enseñó a Centella, dar “beneficio” (esto es, dar tierra al cultivo) a la milpa o a la alfalfa. Veamos como: -se le colocaba un arnés, con un pequeño arado, para las plantas que requerían de poca tierra. Fino trabajo que requería de gran habilidad por tener que rayar cerca de la raíz, abonar y tapar. Facilitando así, su desarrollo y producción. Aún seguimos escuchando, de generación en generación, estas y muchas más  aventuras de María y su caballo blanco. Reunidos, como en una cátedra,  alrededor de su tumba cuando la familia la visita el 2 de noviembre, para homenajearla como el fino tallo de donde todos nosotros, sus nietos, bisnietos y tataranietos, como sus herederos de la fama como “LA MAESTRA”, por su labor filantrópica y luchadora social, salimos.

Por último, el título de este cuento obedece a una consigna: Jamás hubiera permitido Doña Mary (como también cariñosamente se le conocía) que se le antepusiera y que se olvidaran de ensalzar a la figura de su mejor amigo, “el Rayo”.

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