A partir del inicio del nuevo gobierno encabezado por López Obrador, todos los días hemos sido testigos de una serie de cambios, reformas y decisiones del grupo gobernante, encaminadas a cumplir con los más de cien objetivos que anunció en su toma de posesión y en los que descansa su propuesta de transformar el régimen de gobierno anterior y lograr con ello dar solución a los graves problemas que vive el pueblo mexicano.

Obviamente, una de las partes más importantes de todos estos cambios, son los organismos autónomos cuyo funcionamiento y estructura se encuentran normados dentro de la Constitución General de la República, pero que han sido cuestionados por los mecanismos para la designación de sus titulares y consejeros, así como por los intereses políticos que representan en las denominadas “cuotas partidistas”. Por ello López Obrador, en su afán de lograr el control de todos estos entes, ha anunciado cambios como el quitarles la autonomía para ejercer un control sobre los mismos, es decir, modificar la naturaleza jurídica de los órganos constitucionales que existen hasta el momento en la vida jurídico-político y social de nuestro país, a efecto de reconvertirlos en descentralizados de alguna dependencia del Ejecutivo para mantenerlos acordes a las decisiones y políticas de su gobierno, en diversas declaraciones, dejando ver un claro desdén por los órganos constitucionales autónomos como el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales y sus comisionados, así como dejando entre ver, que si su promesa de un mejor entorno económico no se concreta, será por culpa del Banco de México.

El anuncio de estos cambios, puede representar en un grave peligro y un retroceso en la construcción de un Estado Constitucional Democrático, como el que nos ha llevado más de doscientos años construir, porque con excepción de la Universidad Nacional Autónoma de México, cuya autonomía constitucional data de 1980, desde 1993 en adelante, en que se otorga autonomía al Banco de México se produjo un vertiginoso incremento de órganos constitucionales autónomos, como el Instituto Federal Electoral en 1996 (hoy Instituto Nacional Electoral, INE) y la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) en 1999; posteriormente el Sistema Nacional de Información Estadística y Geográfica (INEGI), la Comisión Federal de Competencia Económica (COFECE), el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), el Instituto Nacional de Evaluación de la Educación (INEE), el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales y la Fiscalía General de la República.

Históricamente, los órganos públicos autónomos surgieron como instituciones coadyuvantes de los Poderes de la Unión; pertenecen y están integrados al Estado y han sido creados en el seno de las repúblicas democráticas para responder a las necesidades y demandas de las sociedades modernas.

Sus funciones básicas son especializar, agilizar y transparentar procesos de carácter administrativo y jurídico, que el Estado brinda a la sociedad, y su principal característica es, que ninguna autoridad pública, privada o política, tiene poder jerárquico sobre ellos, es decir, su autonomía de gestión los hace garantes de imparcialidad y objetividad en sus decisiones, más allá de las circunstancias de gobierno o las veleidades del poder.

Son instituciones establecidas fuera de los poderes tradicionales del gobierno, aunque al mismo nivel jerárquico, su objetivo es desempeñar funciones altamente especializadas y técnicas, concebidos como órganos contramayoritarios, que ejercen un control institucional dentro de la estructura estatal, especialmente en referencia a los órganos tradicionales del poder.

Pues bien, esta función de contrapeso en el ejercicio del poder se ve amenazada por la retórica de una cuarta transformación, que lejos de abonar a equilibrar las fuerzas en el ejercicio del poder, están por construir un autoritarismo absoluto.

Lo preocupante es que los cambios pretenden regresar al control unipersonal del Ejecutivo una serie de facultades y retornar a un centralismo que por nocivo se fue acotando en los últimos años, esto es, empatar el País real con el país formal. Algunos cambios constitucionales y legales preocupan, y mucho, porque pareciera que existe un menosprecio y manipulación del Estado de derecho.

Publicado en COLUMNAS

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