Domingo, 08 Octubre 2023 14:49

Guerra civil

México está en guerra. Lo aceptamos o no, la evidencia, cruel y sangrienta, está ahí.

No hay que esperar un estallido: está aquí, en movimiento retardado.

Hay una disputa por el control del territorio que devasta el tejido social, erosiona la gobernabilidad y arruina la confianza sobre la que se cimienta la convivencia.

De no haber un viraje brusco en la conducción política, lo que vivimos podría terminar en una confrontación entre mexicanos.

Los orígenes de lo que vivimos datan de lejos y son profundos. Hay que entender su densidad histórica. Bárbara Walter ha escrito un libro seminal sobre el tema ¿Cómo comienzan las guerras civiles?

Primero: comienzan cuando se producen cambios profundos de manera acelerada. Las transiciones políticas de gran intensidad generan inestabilidad y ruptura institucional. En este sentido, México tuvo un largo, larguísimo proceso de cambio. Comenzó en 1977 y concluyó con 3 alternancias presidenciales en 18 años.

En el inter se desató la guerra contra el narco que hizo metástasis un cáncer que habitaba en nuestro cuerpo social desde los setentas. También, una lamentable desigualdad y una pobreza descomunal de la población.

2018 trajo un cambio radical. Eso precipitó el conflicto en todas sus dimensiones. Hubo, además, un ataque frontal a las instituciones democráticas que convirtió a México en una “anocracia”. Explica Walter: es un gobierno con rasgos autoritarios y democráticos, con gran inestabilidad, ineficiencia y conflicto.

México dejó de ser una democracia en 2018.

Se aclara: una guerra civil no será como hace un siglo en México. Con grandes ejércitos confrontándose. Será más a los que vemos hoy: zonas disputando el control, con suma violencia, propaganda, autogobiernos.

Llevamos, desde Calderón, 420 mil ejecutados y más de 110 mil desaparecidos. Más muertos que en la guerra de Ucrania.

Un mexicano emigra cada minuto. Importa la razón: huyen de esta guerra.

Internamente hay 386 mil desplazados por la violencia: una tragedia humanitaria.

Esto se inflama por dos hechos: la consciente retirada del Estado mexicano bajo el slogan de “abrazos, no balazos” y la cotidiana polarización que se dirige contra grupos específicos de la sociedad.  

La toma de Culiacán por el Cartel de Sinaloa tras la primera detención de Ovidio es la imagen de la derrota del Estado.

Chiapas es un territorio sin gobierno. En Michoacán se cobra un impuesto a la exportación agrícola. Guerrero está en llamas. Colima tiene la tasa más alta de homicidios del mundo. En Tijuana la alcaldesa se tuvo que ir a vivir al cuartel. Zacatecas explota porque es un punto neurálgico del trasiego de droga.

Los cárteles intimidan y se animan a atacar autoridades, jueces (en Colima trabajan por zoom) y periodistas. Hay grupos de civiles que se constituyen en autodefensas. Las fuerzas armadas están desplegadas por todo el país en (por lo pronto) puestos administrativos.

¿Qué puede salir mal?

Falta un cerillo para que se pase de esta guerra a una guerra civil.

X | @fvazquezrig

Publicado en COLUMNAS
Domingo, 05 Septiembre 2021 20:50

División

A menudo, los daños que cometen los hombres de poder a sus pueblos son duraderos.

Unos son tangibles: el holocausto, la hambruna asesina en Ucrania y China, Tlatelolco.

En otras, sin embargo, son intangibles: no se ven. No se tasan. No se registran en los bancos ni en las cuentas presupuestales.

Pero ahí están: carcomiendo por años. Socavando. Debilitando.

El legado más duradero y triste de Donald Trump será la división, por muchos años, de la sociedad estadounidense.

Trump no inventó ni el racismo, ni el extremismo. Hizo algo quizá peor: lo despertó y lo inflamó.

El racismo a Estados Unidos le costó una guerra Civil (la más sangrienta de todas sus guerras), y más de un siglo de políticas sensatas y políticos de altura para doblar el espectro de Dred Scott, del Kukux Klan, de Selma, del fanatismo y el odio.

Pero eso, como un virus, dormía dentro del cuerpo social: esperando que alguien lo exacerbara.

Trump lo usó para ganar una elección y, luego, como modelo de gobierno. Nunca le importó gobernar para todos: sólo lo hizo para su base. Le tocó la fortuna —para él, no para su país— de nominar a dos ministros de la Suprema Corte de Justicia, con lo que se quedó con una mayoría conservadora.

La minoría radical se envalentonó y ahora desafía décadas de avances políticos, democráticos y sociales.

Van contra los programas sociales, contra los derechos de voto de las minorías, contra los migrantes, contra los derechos de género, contra el cambio climático, contra el uso de vacunas y cubrebocas.

Estados Unidos es un país dividido en todo. La minoría blanca se enfrenta con encono a la otra mitad.

La palabra del poder es importante: su mensaje, su mesura, su templanza.

Las cicatrices se vuelven heridas otra vez. El sistema óseo de la concordia se fractura.

Sólo un irresponsable puede pretender gobernar a través del odio. Sólo alguien que no quiere a su país puede aspirar a dividirlo.

Trump se fue. Su legado queda.

Y lo hará por muchos años más: de sufrimiento, de locura.

De dolor.

Twitter | @fvazquezrig

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