Domingo, 27 Agosto 2017 12:26

La importancia del deber ciudadano

Artículo | Algo Más Que Palabras
  
    En un planeta cada vez más encendido por el odio, y por ende más fragmentado e injusto, la ciudadanía tiene el deber cívico de reflexionar unida. Es una lástima que muchos de los que ejercen hoy la política no ejemplaricen sus acciones en términos de universalidad y, en cambio, movilicen los enfrentamientos en lugar de propiciar lo armónico. Para desgracia de todos, la hipocresía se ha adueñado de los moradores del astro y no pasamos del reino de la estupidez. Sin duda, hacen falta otros vientos más esperanzadores y auténticos, de menos desarraigos y más ilusión por un mundo más hermanado que, hoy por hoy, está en notoria decadencia espiritual y hasta en riesgo de extinción. Por tanto, el que los 193 países que componen las Naciones Unidas fueran capaces de ponerse de acuerdo hace unos años al adoptar los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), no sólo hay que reconocerle el mérito de aglutinar pensamientos, sino que también es un compromiso a expandir e imitar.  Indudablemente, esos diecisiete objetivos, que pueden reagruparse en seis elementos esenciales: la dignidad, los seres humanos, el planeta, la prosperidad, la justicia y las alianzas; además de tener el empuje suficiente para ponernos en acción y transformar nuestras vidas, en una existencia más solidaria; han de sustentarse igualmente en un deber, en la obligación de socorrernos. Hasta ahora la solidaridad ha sido más de palabrería que de ejercicio, de generosidad ocasional que de entrega permanente, pues la adhesión entendida en su sentido más hondo, es un modo de vida, una manera de vivir donándose y de hacer inspiración.

    Envueltos en multitud de ideologías que sueñan con acapararlo todo para sí y los suyos, en apropiarse hasta del aire que respiramos o de las fuentes cristalinas que emanan de la tierra para goce de la humanidad, urge que la especie se concilie y reconcilie con la estética del afecto. Hay demasiada hostilidad en este inhumano cruce de latidos, donde las culturas han trastocado el espíritu de lo natural, adoctrinándonos en un corazón sin alma hasta despojarnos de la memoria histórica. El levantamiento de los esclavos en Haití en 1791 fue, en su momento, de capital importancia para la abolición del comercio transatlántico de esclavos. También ahora, justo en este instante preciso, se requiere de una ciudadanía valerosa que luche por un orbe más justo, frente al aluvión de personas indiferentes que afirman que no podemos cambiar nada. A mi juicio, es vital cooperar para que esa mundialización reinante se fraternice. No podemos quedar solos en manos de los dirigentes políticos. El ejemplo lo tenemos en España, donde se está poniendo en entredicho la fuerza democrática que nos hermana, la del Estado de Derecho. Desde luego, cualquier plan de ruptura, división y radicalidad, conlleva enfrentamientos inútiles. Aparte de que no tenemos derecho a apropiarnos de existencia alguna, y aún menos, de la concordia que nos gobierna en el espíritu profundo de las cosas. Sea como fuere, considero, que hemos de retornar a esa dignificación humana; con tenacidad, pero sin fanatismos; con pasión, pero sin violencia; con afán, pero sin ser destructores.

    A veces da la sensación que tampoco nos aguantamos ni a nosotros mismos; tenemos que cambiar, volver a la misión del amor para alcanzar un plano superior de unidad, de paz y de justicia, desmembrados de todo resentimiento, que únicamente nos conduce al desconcierto. Esta es la verdadera precariedad humana, la falta de horizontes y de vínculos que nos reanimen hacia otros cultos más humanistas, a fin de que las instituciones filantrópicas permitan a todos los ciudadanos contribuir al mejoramiento de nuestro cosmos. Esta es la cuestión. No obstante, todo este caos nos recuerda la importancia de construir sociedades que sepan acoger, requerir y preservar, lo que nos exige más autenticidad, más donación, más humanidad en definitiva. No se trata de decir mucho y no hacer nada. Tampoco de tirar en direcciones opuestas. Los gobiernos del mundo han de escuchar a sus ciudadanos, pero tampoco deben acobardarse ante los sembradores del terror. De ahí, la trascendencia de defender la lógica de la familia humana, donde el vínculo de ese amor reivindicativo ha de venir del corazón; puesto que, si ser político es impulsar la vocación de servicio incondicional a los demás, ser ciudadano es aún más, sobre todo el poder interrogarnos sobre nuestra vida y poder cambiarla. Por desdicha, aún hay muchos ciudadanos que tienen que venderse para poder subsistir. Ante esta triste realidad, todos tenemos que asumir la responsabilidad de ser mejores ciudadanos, y en esto, las pruebas de amor, de ocuparse y preocuparse por el análogo a nosotros, son un instinto natural insustituible.

    Quien intenta desentenderse de lo humano, se dispone a desentenderse de la propia familia humana. No olvidemos que, en esta vida, siempre habrá sufrimiento que necesite de esa mano tendida, de ese auxilio del deber ciudadano. A propósito, se me ocurre pensar en lo que dijo al terminar una visita a los campamentos de desplazados en Areesha, Ein Issa y Mabrouka, donde conversó con muchos pequeños afectados, Fran Equiza, representante de UNICEF en Siria, mediante un comunicado en el que aseveró que los seis años de conflicto en Siria han destruido la niñez de millones de menores y les han causado un daño enorme. Es precisamente, esa comunión de amor entre unos y otros, lo que nos engrandece el alma. Sin embargo, tras las contiendas todo es desolación. Lo decía el gran escritor francés, Albert Camus (1913-1960), sobre el gran Cartago que lideró tres guerras: “después de la primera seguía teniendo poder; después de la segunda seguía siendo habitable; después de la tercera ya no se encuentra en el mapa”. Ojalá podamos evitar todas las batallas, pues cada una de ellas es una hecatombe hacia toda alma humana. Dicho lo cual, no me enternece para nada esos lenguajes repelentes que esparcen venganzas por doquier, como si fuese el estado normal del ser humano. Pues no, es la conciliación y el acercamiento,  que nunca viene dado y ha de conquistarse día a día, lo que nos universaliza hacia ese equilibrio oriundo que todos deseamos abrazar.

    Está visto que la ciudadanía tiene que despertar para verse en el espejo del mundo. Madre Teresa de Calcuta (1910-1997), se veía de este modo: “Mi sangre y mis orígenes son albaneses, pero soy de ciudadanía india. Soy monja católica. Por profesión, pertenezco al mundo entero. Por corazón, pertenezco por completo al Corazón de Jesús”. Quizás nosotros también tengamos que mirar las cosas desde muchos puntos de vista, pero al fin, hemos de confluir en alegrarnos por vivir, porque viviendo tenemos la oportunidad de amar y ser amados, de querer y ser queridos, también de mirar a las estrellas y de ver en los labios de la luna los lenguajes que más nos embellecen, los de la mística que siempre son saludables frente a tantas garras, como las de la heroína, que nos torna adictos de la noche y no de la luz, que es lo que da sentido a nuestras andanzas y a la constante sorpresa de conocerme en el camino.  Por eso, es fundamental avivar la mundialización ciudadana para el proyecto de construcción de un mundo más equitativo, desde identidades diversas, pero convergente y reintegrador, donde nadie se sienta extraño, sino arropado tras aumentar la confianza y construir el llamado capital humano como entusiasta preferente y así, poder desarrollar con mejor tino y tono, la capacidad de adaptación positiva ante situaciones adversas a través de la acción mundial, mejorando el sentido de responsabilidad social y eliminando cualquier barrera social y cultural que dificulte la cohesión entre los humanos y sus culturas.
   
Víctor Corcoba Herrero / Escritor
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Miércoles, 09 Agosto 2017 15:47

Asistir es un deber humanitario

Artículo | Algo Más Que Palabras
  
La identidad humana halla su pujanza en el testimonio, en el quehacer diario que nos trasforma y ensancha el corazón, en la vida misma que nos hace crecer y resistir a las muchas cruces que nos sembramos unos hacia otros, para desgracia de todos. En efecto, son muchos los conflictos que se cobran la existencia de muchas personas en todo el planeta. Cada amanecer son más los niños que dejan la escuela, las familias que abandonan sus hogares, los seres humanos que huyen desesperadamente. Deberíamos detener este sufrimiento, con más asistencia humanitaria, con más corazón para aislar a los que no tienen alma, pues son puro veneno destructor. Por eso, tan importante como llamar a la calma es abordar sus causas subyacentes de manera irrevocable. Necesitamos, por tanto, una fuerza internacional que nos aglutine a todos, y proporcione los apoyos necesarios para poner fin a estos lobos con fisionomía de persona. Es hora de trabajar conjuntamente, de salir de uno mismo para llevar algo de bondad a los demás, ante la multitud de itinerarios que nos atrofian, ya que lo más empalagoso del mal es que a uno lo adiestra, en lugar de hacernos huir del malvado. Así, hemos de decir ¡basta!, para superar esta forma de vida voraz. Estamos hechos para vivir, no para matarnos en inútiles guerras, por muy creciente que sea el número de malhechores.

Hay que iluminar la oscuridad del mundo. Se requiere una legión de ciudadanos dispuestos a ejemplarizar esta atmósfera perversa que proviene del hombre mismo. Alcemos nuestras voces para defender a tantos inocentes. Es una pena que los trabajadores sanitarios y humanitarios, que ponen sus vidas en permanente peligro para atender a las víctimas de la violencia, se conviertan cada vez más en objetivo de los ataques. Ellos son nuestro referente y nuestra referencia, ejemplo de coraje y donación. Su valiente heroicidad sí que ha de fraternizarnos. Precisamente, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, acaba de expresar su profunda preocupación por el nivel de necesidades humanitarias sin precedentes y la amenaza de hambruna que enfrentan más de veinte millones de personas en Yemen, Somalia, Sudán del Sur y el Noreste de Nigeria. La declaración fue leída por el Representante Permanente de Egipto ante la ONU, Amr Abdellatif Aboulatta, quien preside el Consejo el mes de agosto. El Consejo deploró que, en algunas zonas, no se logre garantizar el acceso de los equipos humanitarios y pidió, a las partes, acabar con los obstáculos para servir asistencia vital a los civiles. Asimismo, elogió los esfuerzos realizados por los donantes internacionales para contrarrestar la crisis en esos países y solicitó el desembolso inmediato de los fondos prometidos en las conferencias internacionales celebradas en Oslo, Ginebra y Londres, como financiación multianual y sin asignar a fines específicos.

De manera concluyente, deseo subrayar, que si importante es reducir el riesgo de desastres naturales que obstaculizan el desarrollo, no menos significativa es la labor de una ciudadanía solidaria, preparada a cooperar entre sí, por propia conciencia humanitaria, más allá de cualquier frontera o frente que se le presente. Estamos corriendo el grave riesgo de globalizar los enfrentamientos, en vez de mundializar aquello que nos humaniza. No olvidemos que el mundo está en guerra, esencialmente, por aquellos que permiten que la maldad nos gobierne. Es necesario, por consiguiente, hacer un examen interior para hacer frente a este viento alocado que todo lo trastoca. No hay que crecer destruyendo, sino construyendo. Sea como fuere, no podemos continuar sin sentir dolor por el calvario que viven algunos de nuestros análogos. La humanidad tiene necesidad de otros líderes que activen la reconciliación. Quizás tengamos que soltar muchas más lágrimas, puede que sea la hora del llanto, pero tras de sí, estoy convencido, que volverá a resplandecer lo armónico, una vez despojados de la ambición de poder, de la avaricia e intolerancia. Una vez más, propongo firmemente, cerrar la industria armamentista y abrir la industria del verso y la palabra,  de los jardines abiertos al diálogo, lo que nos exigirá pedir perdón, tener más compasión, y gemir hasta que florezcan de poesía los caminos del alma. Subsiguientemente, cada paso que demos debe caracterizarse por una actitud de entrega desinteresada, incluidas las más distantes a nosotros y desconocidas por nosotros. Sólo así, conseguiremos hermanarnos, y edificar la concordia que las gentes de bien tanto anhelamos.

Víctor Corcoba Herrero / Escritor
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Miércoles, 16 Noviembre 2016 12:08

Para celebrarlo

Artículo | Algo Más Que Palabras

    Me parece una buena noticia que pocos días después de la entrada en vigor del Acuerdo de París sobre cambio climático, líderes de todo el mundo mostrasen un fuerte apoyo a su ejecución. Lo que antes parecía impensable ahora se ha vuelto imparable. Para celebrarlo. Unidos por una misma preocupación. Afanados por un planeta que a todos nos pertenece. ¡Ojalá sea así! Nosotros mismos formamos parte de sus elementos; del aire que nos alienta, del agua que nos vivifica, y hasta del orbe que nos concierta. Nada nos puede, pues, resultar indiferente. Somos una especie adherida al último grano de polvo del astro. Por tanto, siempre es una gozosa noticia que nos ocupemos y nos preocupemos, como colectivo fraternizado,  por el deterioro del mundo y por la calidad de vida de sus moradores. Está bien de que todos tomemos conciencia del respeto al medio ambiente, y que cuidemos la naturaleza, como si fuese algo distintivo, de todos y de cada uno de nosotros. No podemos seguir sembrando toxicidades por mucha productividad que nos genere. Los paisajes  han de dejar de estar inundados de basura, tienen que estar limpios para que crezca el mejor de los poemas, nuestra existencia. La salud del hábitat mejora nuestra salud y esto es lo realmente importante. Todo lo demás sobra. Tenemos que dejar de ser una generación de derroches y desperdicios, y reciclar más. También nosotros hemos de reciclarnos con otras maneras de vivir más respetuosas  con el ecosistema.

    Sabemos que las ciudades, con sus ciudadanos a la cabeza y con algunos ejecutivos de empresas, han sido cruciales para movilizar el apoyo político para el Acuerdo de París. Desde luego, el sector empresarial deberá aprovechar aún más las oportunidades que se han generado con las energías renovables. Hoy nadie niega que hay un consenso científico muy sólido que indica que nos hallamos ante un preocupante calentamiento del sistema climático. En parte podíamos haberlo evitado con otra actividad humana más consciente y responsable, con la gran concentración de gases de efecto invernadero. Lo mismo pasa con el deterioro del agua, un bien cada día más escaso, que merece cuando menos reglamentación y controles eficientes. La pérdida de selvas y bosques, lo que implica al mismo tiempo la pérdida de especies, es igualmente una mala noticia. No tenemos derecho a triturarnos con maneras de vivir que tienen efectos nocivos para todos. Debemos ser más respetuosos con la vida. La responsabilidad de todo ser humano es manifiesta, deberíamos dignificarnos, pero también comprometernos con aquellas especies en vías de extinción. Que ninguno se lave las manos como Pilatos. Nadie está inmune a los impactos del cambio climático. Hoy advertimos, por ejemplo, el crecimiento desmedido y desordenado de muchas poblaciones, que no han respetado ni el curso del agua en ocasiones. Junto a este caos urbanístico, están los problemas del transporte, la contaminación acústica y visual.

    Siempre es saludable rectificar. Ahora sabemos que el ambiente humano y el ambiente natural se armonizan o se degradan juntos. Por eso, hay que fortalecer mucho más la reacción política internacional. En este sentido, nos llena de optimismo, que en el marco del Acuerdo de París, los países ricos se hayan comprometido a movilizar cien mil millones de dólares al año, para 2020, destinados al auxilio de los países en desarrollo, con vistas a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y de adaptarse al aumento de la temperatura global. Sea como fuere, los países desarrollados deberán hacer todo lo posible por acrecentar los apoyos a las naciones en desarrollo que tratan de amoldarse a estos efectos dañinos del cambio climático; propiciados, en mayor o en menor medida, por toda la humanidad. Luego, deberíamos ser todos más ecologistas, pero de acción, no de boquilla, ante el avance del arquetipo tecnocrático. En cualquier caso, jamás nos resignemos a la lucha por un planeta más habitable y tampoco renunciemos a preguntarnos por los desenlaces y por el sentido de todo aquello que nos circunda. Quizás nos merezcamos otro estilo de vida menos político y más poético, más de todos y de nadie en particular. Ya está bien de tantas superioridades y privilegios para algunos. Es hora de activar la experiencia de una conversión, de un cambio de vida más acorde con nuestro propio corazón. Cuando no hay humildad nos degradamos. Pensemos en esto.

Víctor Corcoba Herrero /  Escritor
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Domingo, 16 Octubre 2016 14:25

Un espíritu nuevo ante una realidad nueva

Artículo | Algo Más Que Palabras
  
    Hoy más que nunca el mundo es una interrelación de conductas y estilos de vida, que nos exige una nueva cooperación entre todos para impulsar lo armónico. A propósito, hace tiempo que vengo reiterando la multiplicación de inútiles batallas, todos ellas interconectadas entre sí, que han de ser corregidas a la mayor brevedad posible. Es hora de poner gobiernos que activen la paz en el planeta, de que los líderes de todos los campos del conocimiento y también de las diversas religiones, confluyan en una estética humana para desterrar de los caminos de la vida a tantos sembradores del terror. Ante esta realidad, es cierto que el diálogo es primordial, sobre todo en el momento de crear las condiciones para que la seguridad de todo ser humano esté a salvo, pero también hace falta, un mayor compromiso con la defensa de los derechos humanos de todas las personas, y no únicamente del mundo privilegiado. De cualquier modo, las palabras sin hechos no sirven para nada, se vuelven sueños; y, los anhelos, cuando no se llevan a buen término, suelen acarrear frustraciones, con la factura de desilusión que esto imprime en las entretelas humanas.

    Pongamos por caso, el reiterativo propósito de poner fin a la pobreza, que ha de ser en todas sus manifestaciones y en todo el mundo. No se trata únicamente de saciar su hambre y entregar migajas, es preciso también hacer frente al aluvión de humillaciones y marginalidad que sufren las personas que subsisten en la miseria. Como dice Ban Ki-moon, Secretario General de la ONU, "la pobreza no se mide solamente por la insuficiencia de ingresos; se manifiesta en el acceso restringido a la salud, la educación y otros servicios esenciales y, con demasiada frecuencia, en la denegación o el abuso de otros derechos humanos fundamentales". Por desgracia, cada día hay más población en peligro de volver a recaer en la indigencia en un momento en que hay una desaceleración económica. Esto debiera llevarnos a evaluar el estado de los seres humanos en el planeta, a fin de poder rectificar todo aquello que se considera devaluado, máxime cuando se trata de ciudadanos y de sus condiciones existenciales. De ahí la necesidad de concretar en decisiones valientes renovados impulsos, como puede ser la solidaridad, ya no solo para acallar nuestra conciencia, sino también como un modelo operativo posible avalado por los gobiernos de todos los pueblos.

    En efecto, los criterios de gobernabilidad nacional e internacional han de solidarizarse con todo ser humano, habite en el lugar que habite, pues la armonía llega a través de ese espíritu de concordia, que es muy diferente al estilo de vida marcado en épocas pasadas; donde lo fundamental era producir antes que vivir en relación. Todos estamos llamados a colaborar en este cambio de rumbo; todos con idéntica tarea de ser constructores, sabiendo que tenemos que tener una energía naciente nueva ante una realidad distinta a las pasadas. Estoy convencido que trabajaremos en ello, a poco que descubramos lo mucho que nos une a la gran familia de siete mil millones de seres humanos, que cohabitamos en el planeta y que es nuestro único hogar. Por eso, hemos de tener otra mente menos separatista, más acogedora. Al fin y al cabo, convivir es acoger, pensar en el otro, pues cada uno por sí mismo no puede ser el centro de nada. Quizás tengamos que reeducarnos nuevamente para salir de ese mundo de insatisfacción que nos hemos injertado en vena a través de las posesiones, del poder y del caudal de dinero. Nada más absurdo que permanecer embriagados por ese endiosamiento, que aparte de volvernos infelices, acaba con nuestra razón de vida.

    Para dolor nuestro somos la antítesis permanente, pasamos de un polo al otro como si nada. Unos lo derrochan todo mientras otros no tienen nada que llevarse a la boca. Parece que no tenemos corazón. O si quieren cognición crítica. Los hechos son los que son. Cinco de cada seis niños menores de dos años a nivel mundial no reciben suficientes alimentos nutritivos para su edad, lo que los priva de la energía que necesitan para su desarrollo físico y sapiente. Cualquier ser vivo se sensibilizaría con los más vulnerables. Realmente, cuesta entender esta pasividad que se ha instalado en la especie humana. Es una sensación de indiferencia, propia de otro reino sin alma. Ahora sabemos que la falta de acceso a agua potable mató a más de trescientos mil niños en 2015. ¿Dónde está ese ánimo responsable de salvar a nuestros propios análogos?. La bandera de la solidaridad debería imponerse como aliento;  pues si importante es alimentarse, no menos fundamental es construir atmósferas integradoras, donde todos nos podamos sentir como una piña familiar.

    Mucho se habla de los valores eternos de la Carta de las Naciones Unidas, pero no se pasa a la acción, podría ser nuestra guía, pero ha llegado el momento de entendernos todos con todos y de fijar unos criterios básicos acordes con este tiempo de desvalores, donde las vidas humanas apenas valen nada, y así poder salir de este clima de bochorno y falsedades. Hoy nadie está protegido en este mundo de inhumanidades, de discriminaciones permanentes, de  desnaturalización del ambiente. Ya me gustaría tener otros ánimos al respecto; pero la cuestión de fondo, es que en cada amanecer hay más corrientes apropiándose de personas, expropiándole su espíritu, dejándole a la intemperie de la selva deshumanizadora como jamás. ¿Para qué saber tanto, si hemos perdido la consideración hacia nosotros mismos y hacia los que nos rodean?. Sabemos que miles de millones de personas dependen del personal humanitario de las Naciones Unidas para recibir asistencia vital para su supervivencia. Pues tampoco es eso. Deberíamos redistribuirnos mejor y repartir más. Y en todo caso, prefiero depender del ser humano como tal, en cualquier sitio y a cualquier hora, para recibir una asistencia más directa, más de cohabitación mutua.

    A las personas solo pueden salvarnos las mismas personas. Por consiguiente, eduquémonos en esto: en servir más que en poder, en compartir más que en guardar, en trabajar unidos y no en dividirnos. Fríamente ya estamos conectados con la tecnología, ahora falta copularnos interiormente, con el fuego del afecto. Tal vez sería saludable para todos, poner más coraje colectivo, con una buena ración de tolerancia, para estar a la altura de los nuevos tiempos. Sin duda, la mejor motivación es pensar en ese otro mundo doliente en el que cualquiera de nosotros podríamos estar también, sonreírle con los brazos en abrazo permanente, hermanados con sus lágrimas, sentir su dolor como nuestro y sus penurias como propias.  No se trata de vivir unos contra otros. Aquí nadie sobra. Todos somos necesarios e imprescindibles para mejorar nuestro hábitat que es muy extenso y, a la vez, intenso en variedad. Avivemos el encuentro, escuchándonos los unos a los otros. Dejemos converger las culturas, porque nuestro futuro gemina de la convivencia, de vivir juntos, liberados de cualquier odio o venganza. Jamás nos cansemos de repetir que lo armónico es posible, en la medida en que sepamos contribuir con nuestras fuerzas como humanidad, a salvarnos como linaje. Esto sí que es una virtud santa y no la guerra que es tan destructora como cancerígena. 

Víctor Corcoba Herrero / Escritor
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