"Un soneto me manda hacer Violante
que en mi vida me he visto en tanto aprieto;
catorce versos dicen que es soneto;
burla burlando van los tres delante".

Escribir una reseña de una de las figuras más prominentes de la lengua española en nuestros días, constituye a las claras un reto enorme, acaso comparable con el que refiere el “Fénix de los ingenios” en su célebre poema.

La forma italianizante del soneto “Los Sueños de Petrarca”, llega en España al paroxismo con los grandes autores del “siglo de oro”; era, por lo consiguiente, un modelo de composición idiomático y poético relativamente reciente en el ámbito cultural propio a aquel fraile de pasado mundano.

En los días que corren, careciendo yo por lo demás de la enorme vena de artífice de palabras que le era propio a Lope de Vega, el reto resulta no equivalente sino de una mucho mayor envergadura.

El sentido ritual de la vida, emblematizado como en pocas ocasiones en la liturgia de la Iglesia de Roma: “La obra de teatro perfecta”, al decir de Tennesee Williams, se nutre en los misterios órficos de la antigüedad pagana.

“El verdadero amor- decía Oscar Wilde- es como los fantasmas: todos hablan de ellos pero sólo pocos, muy pocos los han visto", y, en los días que corren, son escasos, muy escasos, o tan sólo Manuel Lozano Gombault, quien ha logrado con su poesía rescatar en sentido ritual propio a los ritos eleusianos.

Nominado en varias ocasiones al premio Nobel de literatura, con 156 distinciones nacionales e internacionales, y considerado por la eximia Susan Sontag como el más prominente poeta vivo en lengua española, la riqueza de composición idiomática de su obra nos transporta al unísono al renacimiento de Bocaccio y a las proyecciones propias de los “quantas” dilucidados por Niels Böhr que, al margen de sus enormes consideraciones en el ámbito de las ciencias físicas, en la filosofía de la historia conducen, por medio de Walter Benjamín, a la sorprendente conclusión de que, si bien la historia no puede ser cambiada, puede en cambio, sí, ser resignificada.

Las palabras mismas, en la poesía de Manuel Lozano, adquieren un sentido misterioso que supera por mucho a su exactitud semántica: “como el griego afirma en el Cratilo” al decir de su siempre entrañable amigo Jorge Luis Borges, dando palabras como “rosa o Nilo”, un alcance misterioso que va más allá de la rosa misma o de las caudalosas aguas que recorren el continente africano.

En lo personal le debo a Manuel Lozano, el haberme atribuido un noble y gentil pasado totémico, cargado de la enorme simbología que viene del ritual pagano cristianizado por los sabios congregados en los concilios de la primeria edad media, proyectado acaso a un futuro sideral quántico con la enorme esperanza que albergó en el corazón de los hombres durante el renacimiento del “cuatrocientos” plasmado en los frescos de Giotto:

Antílope de seda
para Alberto Peralta Merino
Está bajando el agua negra de los surtidores.
Trae miel y acíbar de las orillas del Eufrates.
La pelambre vaga en las praderas
aturdida de sol, de noche, de boca herida
por la sed.
No hay huellas entre los pastizales.
Las doce siervas de Penélope han visto uno
(o creen haber visto uno)
a través de las cruentas celosías de hierro.
Piensan que es presagio del regreso de Ulises.
Un teólogo de Antioquía está dibujándolo
(con la escrupulosa manía del descubridor)
en su cueva de eremita.
Desde la sombra roja, alcanza a divisar
la forma primordial de la especie.
¿Quién mira a quién, antílope de certidumbres?
¿Qué nos desune, tierra que amamantas,
madre terrestre, madre sangre?
¿Cuál es la llaga magnífica
que nos arroja
al áspero camino de las ciénagas?

Manuel Lozano Gombault

No me cansaré nunca de asumir un mérito que me es ajeno, pero que, precisamente, como dijeran las historias de promisión de la teología de Agustín de Hipona es una “Gratia” gratis dada, en esta ocasión por Manuel Lozano, aunque acaso por él como intermediario de un soplo divino de inspiración, que pueda muy bien reconfigurar tanto el retorno a Ítaca de Ulises como, acaso, la primogenitura cedida por Esaú a Jacob.

Ignoró si puedo afirmar que estoy en el segundo de los tercetos, o si voy los trece versos acabando, pero aún si al contarse no son catorce, está el mejor de mis esfuerzos concluido.

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