Domingo, 08 Septiembre 2019 18:17

Salvando almas

El presidente Andrés Manuel López Obrador ofreció el domingo antepasado una muestra categórica de sus alcances y de su sorprendente contribución a la vida nacional.

Ya había dado bosquejos clarísimos de su propia percepción como estadista y visionario. Nada, sin embargo, como los del domingo.

El primer indicio que tenemos es el bautizo de su sexenio: cuarta transformación.

De un certero estiletazo verbal, el ejecutivo se mete de lleno en la historia nacional. Porque encarnar la cuarta transformación de la patria no es un asunto menor. Es inscribirse en las páginas gloriosas de la historia. Colocarse a sí mismo junto a Hidalgo, Juárez, Madero.
 
Un sexenio que se equipara a sí mismo con 11 años de guerra insurgente, 21 del liberalismo y República restaurada y unos 29 de revolución: del triunfo de Madero al fin del cardenismo.

De ahí el frenesí. No porque, como decía Cosío Villegas de Luis Echeverría, López Obrador confunda el sexenio con un semestre. No. Es que se trata de refundar a la mexicanidad. De la urgencia de comprimir en seis años una labor superior. Lastimosamente, se entiende, este presidente tiene una incómoda limitación legal y democrática: 6 años. Por eso el reloj debe estirarse y muchas cosas, como un huracán, de enorme fuerza destructiva aunque sin gobierno, deben suceder.  

Es el presidente, y sólo él, el vórtice de la transformación. Y por ello su necesidad de prédica diaria, cotidiana. Sería muy injusto pedir a un hombre que cada día, durante dos horas ante la nación, y luego en mítines incontables, diga cuestiones profundas, memorables o luminosas. Por esa razón es a menudo repetitivo. No responde preguntas: catequiza. Sus mañaneras no son ruedas de medios: son mensajes de artesano, dirigidos a moldear pacientes la nueva idiosincrasia nacional.

En el informe, primero constitucional aunque injustamente titulado tercero (porque en realidad él informa cada día tres, cuatro veces a la nación) el presidente definió lo que es su transformación. Lo hizo de manera deshilvanada a los oídos de un escucha poco sagaz. No lo fue. Definió su movimiento en un in crescendo: es, sólo en apariencia, nada más que una ruptura. Una refundación. Un cambio de régimen. La reconquista del estado. Un triunfo moral.

Conceptos tan potentes que son difíciles de asir.

Y lo son porque el presidente se eleva allende de lo material. Por eso desprecia la técnica y la ciencia. ¿Crecer? ¿Para qué?

Eso se mide y sólo se mide lo material, es decir: lo despreciable, lo mundano. Importa poco que antes él había ofrecido crecer no al 0.2, como ocurre y celebra; ni al 4%, como prometió vanamente para este año, sino a lo grande: al 6%. Nada menos. Un crecimiento que no han logrado Japón, Inglaterra o Francia desde hace al menos 40 años y Estados Unidos desde hace 35. Pero los sabios, y sólo ellos, cambian de opinión. Lo importante es el desarrollo, dice ahora. Más difícil de medir, más intangible, pero mucho más profundo.

Aun así, aclara después, el desarrollo no debe confundirse con lo material.
Lo que se compra con dinero, afirma, es barato. Así sea comida, medicinas, o una casa.

La labor de su gobierno, de su paso por la historia, es otro: “conseguir la felicidad de la gente”.

Considérese el salto filosófico sin parangón en el pensamiento político universal. La Declaración de Independencia de los Estados Unidos declaraba que le correspondía al ser humano, como derecho irrenunciable, la búsqueda de la felicidad. Aquí vamos más allá. El gobierno nos la proporcionará. Cambio sutil, si se quiere, pero profundísimo.

Ante nuestra sorpresa, empero, el presidente acomete nuevos horizontes. Va más allá. No se autocorrige: se obliga a trascender ya los linderos de lo humano. La felicidad misma no basta. Hay que romper la última frontera.
 
De inmediato, a lomos de Rocinante, da el último campanazo, que repetirá dos veces en su mensaje: iremos tras el objetivo increíble de llevar a todas y a todos nada menos que “bienestar del alma”.

Ahí ya el verbo presidencial roza los linderos de lo sublime.

Así, de plano, el ejecutivo nos desvela la Gran Revelación. Esta transformación busca la eternidad. La ambición de lo intangible. La búsqueda de lo atemporal.

Vamos a la salvación del alma mexicana. El presidente no se distrae en cómo lograrlo: imposible reducirse al ámbito de la minucia.

Es ésta una batalla por lo grandioso. Por lo único.

La visión no de un mandatario. Sino de un profeta.

Que salga todo bien. O perderemos hasta el alma.

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Publicado en COLUMNAS

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