Mi Caballo Blanco

Viernes, 25 Noviembre 2016 22:49 Escrito por Gloria Abarca Guzmán.
Primer lugar, en 2016, de los juegos magisteriales en el estado de Morelos. Primer lugar, en 2016, de los juegos magisteriales en el estado de Morelos.

¡Pegaso! ¡Rayo! ¡Centella! Él entendía con cualquiera de estos nombres con los que María, una pequeña adolescente, le llamaba. En su rancho (“alegre”, digo yo) donde el reinaba, pues era un garañón que gozaba de una estampa imponente, era el líder indiscutible de toda la manada. Con un solo chiflido también, ella lo citaba y el hermoso tordillo acudía presuroso.    Este magnífico corcel, de bella estampa, rápido como el rayo y, no obstante, de trote suave como la brisa, no golpeteaba en su caminar. Estaba bien herrado. Con unas herraduras forjadas con el mejor herrero del pueblo y hechas a la medida. No se dejó nunca montar de nadie, más que de su amada Mariquita quien lo conquistara con el mejor de los cuidados, la mejor atención, mucho amor y (me faltaba) también, comprensión.    El noble cuaco fue domesticado por una niña apenas, quien lo alimentaba dándole de comer de sus manitas, le bañaba, lo arrullaba, le cantaba – ¡Era lindo mi caballo!- -Como mi amigo más fiel- -ligerito como el rayo- ¿quién lo podrá detener? ¡Y mucho menos conquistar! Y coqueta le susurraba (yo sí, con mucho amor). Alegre siempre le daba los buenos días y todos los días también, sin faltar ninguno, le daba las buenas noches; así se convirtió en su única dueña. Su instinto de bestia salvaje lo ayudó a superar muchos peligros, ya que en la serranía, muy lejos de casa, supo cuidarse y proteger a la niña. Cuando en el camino encontraban víboras de cascabel, coralillos o “tilcuates” cerca del río, detenía su paso, relinchaba avisando del peligro y sin demora, giraba buscando otro derrotero.    En ese rancho (alegre), había toda clase de animales como en el arca de Noé. No faltaba nada, de todo se encontraba, incluso, mucho trabajo: como limpiar y reparar cada potrero o corral para cada una de las especies. Todavía se recuerda que en este lugar que les describo había 3 grandes trojes para almacenar el maíz. El “cuexcomate” más grande era para el maíz que iba al mercado, el de en medio para el consumo doméstico y el pequeño para la molienda y  el consumo de los animales del rancho. Con tiempo, se preparaban las parcelas. Tanto las de riego, como las de temporal. Y como en un rancho nada se desperdicia, los abuelitos recuerdan con nostalgia que hasta el estiércol de las vacas y los caballos, al secarse,  se embolsaba y se  llevaba a los campos y era con lo que se enriquecía la siembra -con abono orgánico (como ahora lo llaman)- a la alfalfa, el maíz, el frijol, jícama, pepinos, calabaza, zanahoria, y un gran etcétera. Antes del día en que iba a conocer a “Rayo”, mandaban a la pequeña María que llevara a pastar a la vacada al monte, entonces ella, con una reata de ixtle, lazaba a la más ancha de ancas  llamada “la naranja”, pero la chiquilla la nombró “TUMBAGA”. Primero “Vagabunda”, pero como cada rato le decía -no me tumbes vagabunda, no me tumbes vagabunda- terminó diciéndole, simplemente: Tumbaga.  La gente al verla pasar, se reía y decía: -¡Mira la güerita, en su vaca sentada y no la tumba!- Esto lo practicaba antes de que su papá le regalara su caballo blanco.    El potro, que era un cromo, no se dejó domar nunca por hombre. Los que se dedicaban a este oficio de caballerangos muchos años nunca pudieron. Como Don Julián, el mejor amansador de brutos y yeguas de toda la comarca, a quien resquebrajó aventándolo bien lejos y a quien Doña Eufrasia curó como curaban al Quijote, con árnica y agregándole de su cosecha yerbas, como la  llamada pegahueso. Primero acomodando el hueso astillado, después lavándole la herida con agua de cuachalalate, cosiéndolo y entablillándolo. Mientras, el padre de Mary ordena con voz de trueno: ¡Este animal indomable no sale del potrero! Ahí lo alimentan y dan de beber. Mientras, vemos que se hace con él. María, fuera de su costumbre, desobedeció la orden dada por Don Benjamín; un día que no estaba él en casa, porque hacía mucho calor, lo sacó a bañar al apantle. Después de peinarlo con esmero, yéndose la tarde y ella temiendo una reprimenda de su santa madre por regresar al caer la noche, lo arrimó a un bordo para alcanzarle el lomo y ponerle un freno. Formado éste con una reata sencilla de ixtle, a modo de bridón. No fue fácil, al sentir el peso de la niña el brioso caballo sentía cosquillas en el lomo, se encabritaba e incluso, llegó a pararse sobre sus cuartos traseros amenazando con tirarla. Pero, la pequeña se aferró a sus crines con todas sus fuerzas y así pasaron los días. Una vez, llega al jagüey, cercano a la casa de la familia, una recua de caballos a tomar agua y Rayo se alborota queriendo unirse a la manada ajena para aumentar su harem. Llega el papá de María y quiso detenerlo. No pudiendo hacerlo, por ser más fuerte que él y después de haber sido humillado delante de los otros rancheros al ser arrastrado por un buen tramo; Don Benja, con la ropa hecha girones, por fin logró lazar y atorar en un árbol al indómito animal, furibundo como estaba  sacó su pistola y bufando, le apuntó a la sien.    ¡No lo mates papacito! ¡No lo mates! ¡Déjamelo a mí!  Al ver en los ojos inyectados de aquel hombrón rubicundo que inspiraba respeto a propios y extraños, que  era su señor padre, la indubitable certeza de que era una locura dejar a la consentida de su corazón en manos de esa bestia, ella agregó: ¡Centella no es malo! ¡Yo ya lo he montado! ¡A mí me obedece! ¡Ya lo he amansado! ¡Regálamelo por amor de Dios, Papi! ¡Yo lo voy a cuidar bien, lo necesito mucho! Don Benjamín bajó el arma, la niña los brazos, y acercándose a él y sin dejar de parpadear le dijo más calmada: -Así ya no me voy sentada sobre la tumbaga o sobre la mariposa ¿cómo que cuál?- Más animada prosigue: -A la que le digo: “llega temprano chiquita, antes que tus compañeras ¡Para que me des leche! Pues tengo que regresar a la escuela en la tarde y así, papá, no es que me dé pena montar sobre la vaca sino que al trotar ésta; todo el itacate de leche y taco me brinca dentro de la panza. Su padre soltó la risa y le dijo: ¡Ándale pues, pero vete a darle a la tumbaga, la mariposa y las demás; su pasta de harina con ajonjolí, su alfalfa y no olvides el tequesquite para evitar que se te deshidraten mientras, yo veo como, te ensillo a Pegaso! Así vemos ahora, montada como toda una amazona a Mariquita, como cariñosamente le decían en ese pueblito enclavado en la sierra suriana donde iba todos los días a entregar la leche, los quesos, llevar el nixtamal al molino y a “hacer el mandado”, que no es otra cosa que hacer la compra que le encargaba su mamá, de los víveres necesarios para el rancho. Frente al colegio de las monjitas, en el patio de doña Pilar, le daban permiso de dejar a su flamante cabalgadura, después de aflojarle el cincho, le arrimaba una cubeta con agua fresca y le acercaba un generoso rollo de alfalfa fresca, recién cortada y que a Rayo, por supuesto le sabía, a una gruesa de ricas gladiolas. Tomada la mochila, después de cambiarse de ropa a uniforme, ponerse sus calcetas blancas y zapatillas negras, se disponía a estudiar con el ánimo resuelto de cumplir sus sueños. Su anhelo desde que ella recordara era ser profesora, aprender mucho para, a su vez, enseñarles a los niños a leer y escribir;  pues aprendió entre sus abuelas que el futuro es de quien se lo labra y que quien no vive para servir, no sirve para vivir. María era una niña muy vivaracha, soñadora, sana, alegre y le gustaba mucho cantarle a su amigo.  Sabía las que más le gustaban porque cuando lo hacía le caracoleaba con: “caballo prieto azabache, la cigarra, rancho alegre” y otras canciones más que, en este momento, se escapan a mí memoria. Cuando regresaban, camino al rancho, de repente le ordenaba: ¡Párate, no te muevas! Entonces se paraba en la cabeza de la silla de montar a cosechar los frutos que, desde luego, compartía con su amigo, bien portado, como: chirimoyas, ilamas, mangos, ciruelas, guayabas, capulines, guachocotes, cuajinicuiles y que ambos: mmh, mmmh, mmh, degustaban a placer.    Un día la joven ahora, a mitad de camino a casa y traviesa como era, quiso ver si en un nido de calandria había ya polluelos para admirarlos. Toma el nido que cuelga, entre sus manos, y ¡Chin! Que le pica un alacrán. Marucha, a sabiendas de lo que peligraba, pues muchos habían muerto por piquetes de alacrán güero, pone una plasta de barro en la picadura, rasga su blusa y amarra apretado a la altura de su muñeca, se tapa con un pañuelo la boca (que no sabe ¿para qué sirve esto? Pero así le habían enseñado en la cuadrilla) y se amarra por la cintura con su reata a la silla de su amigo. Éste, haciendo honor a su nombre, parte como lo que era, ¡un relámpago! Quien llega saltando la cerca, relinchando y coceando la puerta hasta entregar a su amiga en brazos de su madre quien, a duras penas, cambiándole barro a la picadura, lavándole el interior del estómago con una cánula, mucha ingesta de leche con ajo y  todos los demás menjurjes aprendidos de sus ancestros, alcanzó a salvarle la vida.    Este no fue el único acto heroico de Pegaso. Una vez, enferma de gravedad la mamá de María por problemas en el onceavo parto, hubo de ir a buscar, en medio de una fría noche de invierno, a un médico urgentemente. Hacía tormenta como no se había visto en siglos. Con un diluvio en puerta acompañado de truenos espeluznantes y de granizo, Rayo, como una centella partió, con Mariquita en el lomo, libraron una distancia enorme. Prácticamente volaban, cortando camino por los tecorrales llegaron a las goteras de la ciudad, donde vivía el doctor, cuando el tiempo había ¡Por fin! Escampado y, por eso, el médico se animó a venir a auxiliar a Doña Luz, quien finalmente, gracias a Centella y Maruchita, (y al galeno ¿por qué no? También) salvó la vida. Pegaso y María siguieron por muchos años como compañeros de juegos, de aventuras, haciendo cabriolas, de travesuras;  respirando el aire puro de los campos, disfrutando los montes, las cañadas, brincando zanjas y contemplando el indescriptible valle de Amilpas. Ella siempre dijo que montar un brioso corcel, sin montura, pegado a tu piel, era lo más emocionante que te puedas imaginar y que era como volar sobre las nubes. Que era lo más cercano a la sensación de libertad. Pues así, como día a día tienes que remontar el vuelo con peligro de estrellarte, también siempre tienes que luchar por ella. Cuando Rayo, el heroico, estaba más maduro, acompañaba a Doña María (título que se le daba a la señorita en edad de merecer) a la siembra, antes de contraer matrimonio, y se le enseñó a Centella, dar “beneficio” (esto es, dar tierra al cultivo) a la milpa o a la alfalfa. Veamos como: -se le colocaba un arnés, con un pequeño arado, para las plantas que requerían de poca tierra. Fino trabajo que requería de gran habilidad por tener que rayar cerca de la raíz, abonar y tapar. Facilitando así, su desarrollo y producción. Aún seguimos escuchando, de generación en generación, estas y muchas más  aventuras de María y su caballo blanco. Reunidos, como en una cátedra,  alrededor de su tumba cuando la familia la visita el 2 de noviembre, para homenajearla como el fino tallo de donde todos nosotros, sus nietos, bisnietos y tataranietos, como sus herederos de la fama como “LA MAESTRA”, por su labor filantrópica y luchadora social, salimos.

Por último, el título de este cuento obedece a una consigna: Jamás hubiera permitido Doña Mary (como también cariñosamente se le conocía) que se le antepusiera y que se olvidaran de ensalzar a la figura de su mejor amigo, “el Rayo”.

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