El hombre barbado: La Calle Real de Villagrande

Sábado, 13 Abril 2024 00:04 Escrito por Silvestre Hernando Alconedo

Iniciaba una mañana fresca, la gente a esa hora aprovecha para proveerse del mandado del día y de la semana, ahora han cambiado muchas cosas, las nuevas generaciones se mueven en vehículos a realizar sus compras, y todas las calles del pueblo son testigos de una cotidianidad que rompe con el silencio del amanecer; el caminar, la charla acompañada, pasos que llevan prisa de llegar a su destino; la cocina de cada hogar como un arcoíris de primavera se llenará de colores y de sabores de una rica gastronomía que solo la mixteca ha creado, que se desprenden de unas manos que han heredado ese arte que pervive de generación en generación y no ha perdido su esencia y que es un rico patrimonio resguardado y reconocido por los visitantes.

En pleno centro de la población ahí en una silla del zócalo ese hombre misterioso, pero ahora ya reconocido como El Hombre Barbado, como lo identifica la población, en una silla que parece se la ha apropiado, observa todo ese trajín de la gente; siempre pensativo con una mirada al oriente, concentrado en ver salir del follaje de los árboles aquellas aves que, no sin antes crear una serie de ruidos al trinar, quizá manifiestan su alegría por la llegada de un nuevo día, para partir hacia un destino cualquiera y más adelante regresar. En esos momentos el extraño personaje no se percata de la presencia de una persona de aspecto campesino que se le acerca con mucha familiaridad, una persona también ya en años ya a cuestas, muy afines a él, no se inmuta cuando se lo tiene a lado. ¡tú eres chivete, verdad vale! ¡no te acuerdas cuando estudiamos juntos la primaria, en la Fili!, años que no te veo, ¡soy Pedro Morales! ¿ya no te acuerdas? – claro que sí me acuerdo, pero creo que ya en la secundaria te perdí, ¿siéntate por favor? - bueno un ratito porque me tengo que ir al campo, te platico que después de estudiar la primaria me dediqué a ayudar a mi papá al campo, - y luego exclamó - ah, pero a mis dos hijos les di estudio, me salieron inteligentes ¡los dos, vale! – Oye me da mucho gusto, por ti - ¡bueno compa, ya me voy, porque el campo me está esperando – se levantó como resorte para despedirse - ¿vas andar por aquí o te vas a ir? – espero quedarme un tiempo- ah bueno, ¡otro día te veo, adiós!, - está bien Pedro-.

Con este encuentro con Pedro un condiscípulo de su niñez, por fin sintió un gran alivio una extraña sensación de confort que no había sentido desde su llegada y con ello, esperar ese momento de poder externar tantas cosas que sentía como una carga pesada que tenía que desprenderse de ella, siempre esperó ese momento que ya sentía cerca; era un rico legado de la historia, de los hombres y las costumbres de ese pueblo, y de él mismo, que por encontrarse por muchos años alejado, no quería que toda esa información no conocida, tan desconocida que la propia historia mantenía en el olvido. Y este primer contacto con la gente a través de Pedro, un compañero de la infancia, dio pie para que entablara charlas con más personas y conocieran a este personaje que mantenía un gran cariño a este suelo, a su gente, su historia y sus tradiciones; también habría oportunidad que conocieran su pasado fuera de Villagrande, esto se tornaba interesante por los muchos años que pasó en la ciudad y que sólo en ciertos años de su vida visitaba el pueblo. Más adelante se le presentaría la oportunidad de entablar diálogos nada menos que con ciertos jóvenes, las nuevas generaciones, ni más ni menos.

Se dispuso a dejar esa silla metálica, dio un sorbo al contenido de ese frasco que siempre lo acompañaba, se levantó y al mismo tiempo se acomodaba su sombrero y antes de abandonar el zócalo hace un alto y ve el frente, el centro de la ciudad, y le vienen los recuerdos de aquellos viejos comerciantes que, sin ellos no se entiende el progreso de este lugar y su importancia, los dueños de las tiendas como don Amado Carrasco, don Amando Amigón, don Pedro Sosa, don Manuel Cañongo. Se dirige a la calle Reforma y sorteando los vehículos dueños de las calles a esa hora, continua recordando esos viejos comerciantes, don Cuco Ríos, don Domingo Cañongo, Trinidad Aragón y la maestra Catalina Vergara y siguió  caminando recordando personas  de esta calle  que hace muchos años se denominaba, La Calle Real, donde habitaban don Primo Tapia, Lupita Domínguez, Cesáreo Cañongo, don Modesto Tapia y Angelita Medina, don Rubén  Barrera y Ernesto Amigón; y solo se detuvo un momento cuando iniciaba el puente, en la parte sur le pareció ver ahí sentado en una desgastada silla a don Quico Flores, un hombre de entrado en edad, de pelo entrecano con una mirada perdida, pero con una faz que inspiraba nobleza, siempre en una posición con sus piernas entrecruzadas, con su ropa limpia, tenía una cualidad reconocida por las señoras que acudían en una buena demanda para ser atendidas en sus partos, poseía unas manos hábiles para ayudar a recibir a los nuevos ciudadanos del pueblo, siempre con el agradecimiento de los señores y afortunados padres, don Quico era invidente, recordó que ahí muy cerca estaba doña María Domínguez, con igual demanda.

Y antes de atravesar el puente, se detuvo para asomarse a contemplar los estanques que almacenaban agua, donde un par de niños que la disfrutaban alégreme y su mente retrocedió a su infancia, porque precisamente en esta calle y en esos tanques de agua fue donde aprendió a nadar, con aquellos niños de esta calle histórica, la Calle Real, fiel testiga de la construcción de ese puente de estilo romano de cerca de siglo y medio de existencia, que cobijó en un amanecer a jóvenes revolucionarios al iniciar el siglo XX y luego, años más tarde pasaron las tropas zapatistas ya para tomar el pueblo o para tratar asuntos de guerra. El Hombre Barbado, se alejó del puente y continuo su camino cabizbajo hasta la calle 9 norte para dar vuelta y perderse.

Cholula de Rivadavia, Puebla, 13 de abril de 2024

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